Aunque no lo crean, los seres humanos hemos aprendido a utilizar diferentes máscaras, que eviten, aparentemente, el que los otros, o los que consideramos no conocidos, sepan la naturaleza de nuestra alma, y lo más importante, lleguen a conocernos profundamente...
¿Creen que es mentira?... Pues no, sucede a menudo mucho más de lo que pensamos, y lo hacemos incluso de forma inconsciente, como si nuestra psique pudiera detectar con quienes podemos ser realmente nosotros, o con quienes no.
Hace algún tiempo conocí a un alto directivo de una transnacional, era un hombre joven, no tendría más de 40 años, blanco al extremo de ser casi rosado, con cabello totalmente gris y ojos azules, fríos, casi gélidos. Era un hombre que no traicionaba su semblante para nada, parecía imperturbable, indescifrable... Su rostro no cambiaba ni siquiera de tonalidad, así se tratara de una discusión acalorada o de un momento de relax, era como si no formara parte del grupo en el cual estaba inmerso, hasta que un día, para no variar, le dije que: ¨Tenía que haber ensayado muchas veces frente al espejo, para lograr ese dominio de su tez y de sus facciones, y que yo, muy a pesar mío, admiraba esa capacidad que él había desarrollado...¨
¿Y saben qué? Se sonrojó por primera vez, ahí pude atisbar, apenas por unos segundos, al verdadero hombre que había tras la máscara imperturbable del ejecutivo de alto standing.
De ahí que, por supuesto, sin quererlo o a veces a conciencia, los humanos hagamos uso de las máscaras, como defensa, por necesidad o conveniencia, pues nos movemos en muy diversos escenarios, y la adaptación al terreno o al mundo en el que vivimos , nos hace que, de forma inconsciente, la mayoría de la veces, hayamos elaborado una máscara para bloquear los efectos, que tememos o que conocemos, por experiencias anteriores.
Pero el tipo de máscara que utilizamos es muy variado, desde el del personaje imperturbable, como el ejecutivo anterior, hasta incluso el del ser humano sarcástico e incluso cruel, que hiere antes de ser herido, en defensa del entorno, o por haber crecido y recibido ofensas y ultrajes gratuitos, sin merecerlos ni ganarlos... Cuando eso ocurre, la persona que ha sido herida sin razón alguna, se recluye en sí mismo o da ¨el paso atrás¨, tomando la decisión de no involucrarse más o de impedir que vuelvan a herirlo.
Ninguna persona es masoquista y busca el insulto o el daño contínuo, inclusive cuando la persona tiene que aguantar porque necesita del empleo para subsistir. Aún en esos caso, la persona coloca una pantalla emocional, entre el atacante y su persona, aparentando ser imperturbable, aunque por dentro esté librando la lucha más importante de su vida: Salir corriendo y huir o saltar y contestar como merece o busca el atacante...
Pero quizás no haga ninguna de las dos cosas, y opte, por educación y por madurez, respirar profundo y esperar a la mejor ocasión posible, para que, en igualdad de condiciones, pueda entablar una conversación con el agresor, donde ambos aclaren los malos entendidos, y puedan, gracias a esto, elaborar una relación de personas adultas, basadas en el respeto mutuo. Nadie es más que nadie, pero menos que nadie tampoco...
Me dirán que es imposible, que ninguno ser humano debe tolerar el maltrato. Pero no es maltrato, o por lo menos no debemos verlo de esa manera. Cuando una persona adulta, es incapaz de dominar sus emociones y salta por cualquier cosa, es sinónimo de un alto grado de sufrimiento y de dolor, e incluso miedo, en grandes dosis. Cuando las fieras tienen miedo o se sienten en peligro, atacan, y así actúan algunos seres humanos, ante situaciones que sienten peligrosas, o que les puede mover su ¨piso o zona de confort¨.
En esos momentos es cuando nosotros debemos mostrar nuestro mayor grado de compromiso, de entrega, de perdón y de ayuda a los demás. Esa persona está pidiendo ayuda a gritos, sin tener conciencia cierta de ello, y si nosotros pensamos que podemos ayudarle, debemos tenderle nuestra mano, nuestro abrazo emocional, y así ayudarle a superar el dolor, la angustia o la desazón.
Nosotros ya hemos pasado por ello, lo crean o no, por eso la vida nos pone adelante ¨este espejo de emociones a flor de piel¨, para que podamos comprender, ayudar y llevar a cabo parte de la misión que hemos venido a cumplir en esta vida. Es entonces cuando somos más necesarios y nuestra humildad y sencillez debe hacer uso de los conocimientos adquiridos, para ayudar, para comprender y con ejemplo de vida, llevar a esa persona al encuentro de la paz que tanto necesita. No podemos tratar de enseñar de la forma tradicional, pues la persona no está quizás preparada, pero sí desde el ejemplo, y nuestra serenidad, nuestra paz interior, hará el milagro silencioso, que esa persona necesita. Aquí es cuando más necesitamos ser: El instrumento de la Paz, que nos pedía San Francisco de Asís.
Creen que el milagro será inmediato?, no, al contrario, es una lucha interna entre nuestro corazón, nuestro intelecto y nuestra entrega emocional. Será dura, quizás larga, pero habrá valido la pena, si al cabo del tiempo logramos ayudar a esa persona, que ha llegado a nosotros por una razón, y no podemos desoír su ruego silencioso. Quizás nunca nos den las gracias, pero tampoco lo necesitamos, pues cuando se obra desde el corazón, el premio es ver la paz en la mirada de aquel que estaba atormentado. Ese es nuestro regalo y nuestra forma de agradecer a Dios, por la oportunidad de ayudar, sin buscar recompensa alguna.
En el Evangelio de San Mateo, uno de los cuatro Evangelistas de nuestra Biblia, hay un párrafo que dice: ... Por sus obras los reconoceréis... Mateo, 5,16. Yo creo que ese es parte de la gran y pequeña misión de nuestras vidas: Ser instrumento de su Paz...
Que Dios nos bendiga a todos y cada uno de nosotros, y nos ayude a llevar con amor y con serenidad el mensaje de paz y hermandad entre todos los seres humanos, sobre todo en estos tiempos tan convulsionados.
Mireya Pérez
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