A los compañeros del tren especial que es nuestra vida

miércoles, 23 de julio de 2014

Veletas de papel...








Cuando era niña, la ciudad donde crecí, a pesar de los esfuerzos de sus gobernantes, tenía todavía aires de la ciudad colonial, la de los techos rojos, con los zaguanes y los patios centrales con helechos y tinajeros, donde beber agua fresca... Y una de las características de muchas de las casonas de la zona de Los Caobos, eran sus veletas, algunas con forma de Gallos, otras con figuras extrañas para mí, que a los siete años, las descubría por primera vez, y que luego quedaría fascinada por su movimiento al son del viento que las acariciara al pasar, luego, cuando el viento dejaba de soplar, se quedaba estática, en espera de ese enamorado esquivo que jugueteaba con ella, y luego la dejaba hasta quien sabe cuánto tiempo.

Observándolas más detenidamente, descubrí un día que en su base estaban, en forma de cruz, cuatro flechas que apuntaban a cada uno de los puntos cardinales: Norte N, Sur S, Este E y Oeste O. Si la veleta era sajona,  el oeste cambiaba por West W. Y mi padre me explicaría que asi servía para saber hacia qué punto soplaba el viento. 

Si las veletas de mi ciudad hubieran podido hablar, qué de historias contarían, porque los mayores incluso llegaban a saber si iba a llover, según las nubes negras estuvieran hacia el oeste o hacia el este. Si estaban al oeste, seguramente en poco tiempo llovería sobre la ciudad capital, si estaban en el este, la acción del viento haría que las nubes se movieran hacia más allá del valle y reventarían en plena autovía o carretera vieja hacia oriente.

Con el tiempo, y a medida que la ciudad fue creciendo, las grandes casonas fueron sustituidas por grandes edificios residenciales, hacia el norte, este y sur este de la ciudad, mientras que en el centro y el oeste, las casonas se convertirían en edificios oficiales, monumentos nacionales, o viviendas de clase media baja. 

Posteriormente aparecerían los ranchos o favelas, que rodearían la ciudad por sus tres márgenes, salvándose de la hecatombe por un decreto presidencial, que prohibía la construcción en el Parque Nacional El Avila, la zona norte, salvando asi al gran pulmón de la ciudad, que corría majestuoso de este a oeste de la gran Capital. Los habitantes de la ciudad podían visitar el Parque Nacional de diferentes maneras: 1) a pie, por las diferentes trochas o caminos, que ascendían entre los árboles y maleza, hasta alguna que otra planicie que servía de mirador natural ( La Julia, Sabasnieves, Los venaos, etc.); 2) el Teleférico, que desde Mariperez hasta el pico Naiguatá, nos llevarían hasta la cima de la montaña más alta de la cordillera de La Costa a más de 2.200 mts. sobre el nivel del mar. Y luego cuando ya estabas allí, veías la majestuosa y especial ciudad de Caracas, serpenteada por el río Guaire, que la recorría de oeste a este, lo único malo, es que las aguas servidas de todos los hogares de esta gran urbe, van a parar a él, asi, que es un río mal oliente, que a veces al pasar por ciertos lugares deja sentir su presencia...
Mi fascinación por las veletas hizo que mi padre me llevara a pasear por una urbanización, que antaño era exclusiva, y que tenía en algunas casas, colocadas en la parte más alta de la misma, hermosas obras de alfarería o de herrería, pues había de todos los tipos y modelos. Yo miraba extrañada y extasiada esas diferentes imágenes, de diferentes colores, desde el negro profundo hasta el azul añil o el verde característico de los elementos de cobre que han sufrido la inclemencia del tiempo.

Sin embargo, con el correr de los años, y como de una moda pasada, las veletas fueron desapareciendo de las casas y casonas, y sólo quedaban algún que otro espécimen en algún aeropuerto privado o militar, y con el tiempo también desaparecieron, ahora las veo en alguna película americana de los años 40 o 50 0 60, pero nada más. El tiempo como todas las cosas, hizo que este artilugio ingenioso y útil en una época, fuera desterrado al baúl de los recuerdos y de ahí convertidos en veletas de papel, volar al infinito y más allá, donde solo los recuerdos de una niña curiosa y habida por aprender, guarda esos momentos de complicidad con alguien que tampoco está.


Que Dios los Bendiga


Mireya Pérez.



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